Hacia frío,
mucho frío, notaba como el furioso viento removía mi pelo invitándome a
marcharme. No sabes las ganas que tenia de aceptar esa invitación, pero no podía.
Se lo había
dicho, le había dicho que la quería. Y no me iría de allí sin una respuesta. Ya
podía caer un meteorito, que yo seguiría allí plantada con cara de niña
temerosa, esperando algo que no quería que llegase nunca.
Me daba miedo, me daba miedo que no volviese a
hablarme, con su voz fuerte y calmada, me daba miedo que no volviese a mirarme
con sus ojos azules, sus preciosos ojos azules que me hacían estremecerme cada
vez que me miraba. Me daba miedo no volver a ver su sonrisa, con sus dientes blanquísimos
y sus labios perfectamente pintados.
Pero ella no
tenía miedo, no tenía dudas. Solo estaba allí, de pie, siendo perfecta.
Cuando me
miró, y escuché su risa. Oh… ¿Cómo puedo describirla? Es como… como el tintineo
de cien campanillas de cristal, como el canto de una sirena, como el sonido de
una estrella fugaz al pasar… podría darte mil ejemplos y aun así no lo
entenderías.
—Sabes, eres
extraña.—dijo con su marcado acento— la primera vez que te vi, estaba
convencida de que eras idiota. Siempre sonriendo por todos lados… La segunda vez que te vi, entendí que si tú
dejabas de sonreír me moriría, era una extraña certeza, ya sabes, es ese tipo
de cosas que sabes aunque nadie te dice, como que el agua moja. —Paró para
coger aire— Me gusta esa certeza.
No entendí
lo que me decía. Pero eso tampoco era nada nuevo, casi nunca entendía lo que me
decía, era demasiado complicada. Creo que esa era una de las cosas que me
gustaba de ella. Y la verdad, es que cuando me cogió de la mano sonriendo, me
dio igual no entenderla. Me dio igual que no me hubiese respondido, me dio
igual estar muriéndome de frío.
Me había
cogido de la mano. Ella, a mí. El planeta podía congelarse, porque yo sabía que
estaría calentita. Ya sabes, es una extraña certeza, como que el agua moja.